Cuando
imaginamos los enfrentamientos entre los caballeros medievales todos tendemos a
imaginarnos escenas épicas de caballeros de punta en blanco entrecruzando sus
bruñidos aceros en feraces campiñas bajo un cielo prístino de verano.
La
realidad, como en tantas otras facetas de la vida, era normalmente mucho más
sórdida, cuando no grotesca.
Un
ejemplo poco glorioso de la muerte de un afamado caballero puede ser la
narración que don Lope García de Salazar nos hace sobre Cómo Diego Furtado, fijo de don Lope González
de Mendoça, que llamaron Mantoluçea, mató a don Ínigo de Guebara, que avía
muerto a don Lope González, su padre.
El caso
es que siendo joven Iñigo de Guevara, asaltó la torre de los
Mendoza y dio muerte a cuantos miembros de la familia encontró en ella, salvo a los criados y
al Diego niño que pudo escapar escondido bajo las sayas de su niñera, que lo
hurtó así de la furia asesina de los enemigos de su linaje.
Por este hecho le
llamaron al joven Diego “el hurtado”, porque lo habían hurtado de las garras de
quienes tan mal le querían y así tomó este sobrenombre y quedó para su linaje
el apellido de Hurtado.
Cuando este Diego Hurtado se hizo mozo resolvió vengar la muerte de su padre. De manera que juntó a toda su
gente de armas y comenzó a buscar la mejor manera de devolver al de
Guevara el mal que le había hecho.
Pero este
Guevara, sabedor de que su persona no gozaba de muchas simpatías por la zona, era hombre precavido y cambiaba todas las noches de casa. Así que para poder localizarle el joven Diego
sobornó a uno de los hombres del de Guevara que les indicó donde pensaba cenar
su señor aquél día. Pero este, cauto donde los hubiera, jamás dormía donde
había cenado, de manera que acordaron el traidor y el Hurtado que dejaría un
rastro de granos de trigo hasta la casa donde fuera a dormir aquella noche.
Así se
hizo y pudo Diego, en una noche clara de luna, rodear la casa donde dormía el
felón. Una vez seguro de que no podría escapar a su cerco, atacaron con hachas y
almádenas las puertas de la
casa.
- ¿Quién
pretende entrar a mi casa?
Sobre el
estrépito de sus hombres atacando los portones le contestó Diego:
- Soy
yo, don Diego Hurtado ,
el hijo de aquél a quien asesinaste y, para su escarnio, llevaste su braguero a vender
al mercado de Vitoria. Estoy aquí dispuesto a vengarle y a llevar tu cabeza al
mismo mercado donde tú llevaste el braguero de mi padre.
Don
Iñigo, caballero hidalgo al fin y al cabo, le contestó:
- Tienes
razón. Yo le corté la cabeza a tu padre y tienes razones para tratar de
cortarme a mí la mía, si es que puedes. Pero no trabajes tanto en romper las
puertas, ya salgo a encontrarme contigo afuera, que no soy yo hombre de morir
encerrado.
Dicho y
hecho. Confiado en la palabra del de Guevara, Diego ordenó a sus hombres que
dejaran de aporrear la puerta y esperó a que saliera su enemigo. Entretanto,
Iñigo de Guevara se había armado de punta en blanco y montado en su caballo de
batalla dispuesto a realizar la más brutal carga que jamás se hubiera realizado contra quienes le sitiaban.
Dió orden a sus hombres para que abrieran las puertas de par en par y espoleó
furioso a su bridón. Al ataque de las espuelas, el animal arrancó con furia hacia su objetivo y don
Iñigo aferró la lanza esperando el impacto contra los de Hurtado.
Fue una
lástima el que, al cambiar tan a menudo de casa, don Iñigo de Guevara no
tuviera conciencia plena de las dimensiones de cada una de sus propiedades y no
se hubiera percatado de que el dintel de la puerta era un poquito más bajo que la
cresta de su morrión.
Impulsado por la furia de su montura, golpeó el umbral de
la entrada con la cabeza y murió en el acto sin llegar siquiera a salir de la casa. De hecho, quedó con
medio cuerpo fuera y medio dentro, mientras don Diego Hurtado le cortaba
la cabeza que luego exhibió -tal y como había jurado- en el mercado de Vitoria,
en el mismo lugar donde años antes don Iñigo había expuesto el braguero de su
padre.
2 comentarios:
Digno de una comedia, gracias por la anecdota
Gracias a ti, por tomarte la molestia de leerla y comentarla.
A fin de cuentas, la única razón de ser de un escrito es ser leído.
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