Estas limitaciones geofísicas y tecnológicas se transponen a las técnicas militares. Básicamente, la estrategia militar medieval en la mar, se correspondía con la empleada en las batallas terrestres: acercarse todo lo posible al enemigo mientras se le lanzaban todo tipo de proyectiles y, una vez alcanzado, asaltarle con las armas de mano (picas, medias picas, chuzos, hachas y puñales). Así, en los enfrentamientos navales, se buscaba el amurar ambas naves (ponerlas lado contra lado) y luego abordar el navío enemigo para concluir la lucha en un combate cuerpo a cuerpo. En una navegación básicamente de cabotaje (navegar costeando, sin perder de vista la costa), la geografía de la costa cantábrica y sus fuertes mareas hacían imposible el entablar estos combates cerca de la costa, so pena de perder las más de las veces hombres y embarcaciones destrozados contra las rocas.
Tomemos como ejemplo el enfrentamiento que hubo lugar en aguas castreñas, cuando Juan González de la Marca armó una galeota en aquella localidad con la intención de llevarla a Santander. Sus enemigos, los Amorós, al enterarse de sus intenciones, armaron a su vez una barca y salieron una noche de luna desde Islares para impedirlo. No tardaron en alcanzar el navío de la Marca y comenzó la pelea. Podemos hacernos una idea de cómo transcurría el enfrentamiento y el control de las naves por sus tripulaciones, al saber que ambas naves terminaron por quedar bajo el castillo de Castro. Allí, Juan González ordenó a dos mozos de su tripulación que botaran el esquife de la galeota, para embarcar luego los tres en él con intención de ir a tierra. Se realizó la botadura sin avisar a los suyos (dice García de Salazar que no se sabe cuales eran sus intenciones, si la huida, el tramar algún ardid, o simplemente alcanzar el destino al que le arrastraban sus pecados). El caso es que Juan de la Marca, equipado con armadura completa sobre un inestable bote, hizo zozobrar el pequeño esquife y se ahogaron él y sus servidores. Mientras esto ocurría, los de la galeota, luchando “como hombres”, volvieron a su barrio en la villa marinera y desembarcaron sanos y salvos, sólo entonces se dieron cuenta de que faltaba su patrón. Al buscarlo por los alrededores, encontraron en la ribera el esquife y los cadáveres de los dos mozos y pudieron adivinar lo que había ocurrido.
Para entender este tipo de comportamiento y sus resultados, hemos de tener en cuenta que nuestros banderizos no tenían navíos de guerra. En aquellos años, la inmensa mayoría de las naves eran de uso mixto. Se utilizaban habitualmente para el comercio o la pesca y sólo cuando las circunstancias lo requerían las armaban y embarcaban soldados y armas para convertirlas en navíos de guerra. Tampoco los marinos estaban habituados a luchar, y en caso de enfrentamiento naval eran los hombres de armas los encargados de llevar el peso de la lucha. Y no olvidemos que sus gentes eran hombres acostumbrados a combatir a pie firme, protegidos por sus pesadas armillas o armaduras.
En las empresas militares entre bandos, era más habitual la utilización de los barcos para transportar de manera rápida y sorpresiva a las tropas de tierra que como cuerpo de ejército propiamente dicho. De esta manera, salvaban los obstáculos que sus enemigos pudieran poner en los caminos, y se podían ejecutar verdaderas acciones de comando. Tenemos en las bienandanzas abundantes ejemplos de este uso:
El preboste de Deva, desembarcó una madrugada en Baquio con cuatro pinazas para asaltar la casa de Iñigo de Rentería, ejecutarle a él y a diez hombres del linaje de Butrón y, tras el asalto, embarcar de nuevo y volver salvos de vuelta a Deva.
Lo mismo hicieron en otra ocasión los de Salazar: los Amorós les habían desafiado en Castro, seguros de sus fuerzas y confiados por que el señor de Salazar y sus hijos se hallaban en Losa. No contaban con que en lugar de marchar directamente contra la villa, los de Salzar embarcaran sus tropas en tres bateles en Somorrostro y al día siguiente, domingo por la mañana, desembarcaran en el barrio de los de Amorós para acosarles hasta su misma torre.
Por otro lado, dado el gran desembolso que suponía su construcción y la importancia económica del comercio y la pesca, todas las naves eran objetivo táctico militar. Por eso se atacaban las embarcaciones del contrario y se buscaba el dificultar al máximo su empleo por parte de la competencia. No es extraño encontrar relatos de incendios nocturnos en el puerto de Portugalete, de buques a los que se cortan las amarraras al amparo de la noche en el puerto Bilbao para que embarranquen, o de barcas de pesca de un apellido rival inutilizadas a golpes de hacha en el resguardo de Ciervana. No olvidemos que los hidalgos vizcaínos eran caballeros y empresarios que resolvían sus disputas comerciales a punta de acero. Hasta tal extremo se llegó, que en la villa de Bilbao se hubo de hacer constar en sus ordenanzas que sería penado con el destierro quien lanzara flechas o dardos desde las casas y muelles contra las naves que surcaban la ría.
Todo lo anteriormente escrito es aplicable a las peleas entre apellidos, circunscritas a la peculiaridad de las luchas banderizas, enfrentamientos vecinales engendrados por intereses locales.
No debemos extrapolar estas acciones a la alta política en la que también tomaron parte nuestros hidalgos, pero tampoco podemos olvidar que estos mismos caballeros tenían a su cargo buques mercantes pesados que surcaban todos los mares conocidos:
Cuenta don Lope que, en el año de 1424, los genoveses asaltaron en costas de Portugal a Martín Sánchez de Arbolancha, hidalgo de Bilbao, que andaba de armada con una nao y un ballenero. Tras tomar sus naves, encadenados todos los prisioneros, los genoveses arrojaron al mar al de Arbolancha y toda su gente: más de trescientos hombres se hundieron en el mar.
Estos datos nos demuestran que, si la empresa lo requería, los caballeros vizcaínos eran perfectamente capaces de acciones militares de envergadura en mar abierto o en costas lejanas. Pero incluso estas habían de someterse al honor del linaje. Ocho años más tarde, Martín de Arbolancha, hijo del nombrado Martín Sánchez, se encontró en Sevilla con Luquitio, el capitán de la flota genovesa que asesinó a su padre. El bilbaíno vengó a puñaladas la felonía del genovés en las mismas escaleras de Santa María de Sevilla.