Nuestra sociedad actual –influenciada, o modelada a golpe de dólar, por el modelo americano- sacraliza lo privado por encima de lo general. Nos repite hasta la saciedad que es la persona lo más importante, que somos nosotros mismos nuestra primera prioridad y establece una concepción individualista de la vida donde el propio yo es el centro del universo. En esta cultura moderna occidental, el concepto de familia se diluye para adquirir como valor exclusivo el engendrar individuos que no estarán obligados a establecer ningún otro vínculo estable. El ser humano, como personaje único e irrepetible, es lo más importante de la sociedad, son sus mayores valores sus hechos y sus derechos lo único trascendental.
Por el contrario, al estudiar la vida y sucesos de nuestros banderizos, por sobre la violencia y los continuos enfrentamientos, resalta y llama poderosamente la atención su concepto de la familia,. Una institución donde, a primera vista, pudiera parecer que el individuo no tenía especial valor, supeditado como estaba al apellido.
Aquellas gentes tenían un concepto extremadamente arraigado y firme del clan familiar. Era el mundo en el que nacían y que les servía de protección, escuela y cuartel. Para ellos, la familia era un valor absoluto que regía la vida y acciones de todo hombre de bien. Para un hidalgo que por tal se tuviera, habían de ser tanto o más importantes el honor y la razón de su linaje que los suyos propios.
La familia no era algo circunstancial, ceñido a los progenitores y sus hijos, tenía una concepción infinitamente más profunda. Venía desde un remoto pasado para prolongarse más allá del tiempo y el espacio, destinada a perpetuarse en un futuro ignoto donde había de perdurar el apellido.
A tal extremo era vital la familia extensa entre aquellas gentes, el apellido, que las palabras “apellido” y “ayuda” o “auxilio” eran sinónimos en el siglo XV. Existen numerosos ejemplos de ello en las Bienandanzas, como cuando a los de Muñatones “llegó el apellido de Somorrostro, y podieron recogerse a sus logares”, o cuando Juan García y Lope Furtado “en su desesperación, echaron el apellido a Lope Garçía de Salazar que los socorriese, aunqu'él no estava contento de los dichos Lope Furtado e Juan” a lo que no pudo negarse Lope de Salazar pese a su disgusto.
Encontramos allí múltiples expresiones relacionadas: “llegaron los hombres al apellido”, “recibió apellido”, “corrió dando apellidos”... Todas estas frases hechas, utilizadas de manera habitual, nos sirven como ejemplos sintomáticos de que esta organización, el apellido, la familia, era elemento indispensable para su supervivencia y el fundamento, no solo de su fuerza, sino también de su propia sociedad y razón de cada uno de sus miembros. Principio de su casa y su familia, origen y razón de ser de la misma existencia de cada una de las personas que la formaban.
En estas circunstancias, podría parecer que en la sociedad vasca de finales de la edad media,el individuo había de perder su propia identidad disuelta en el apellido y que la persona no tendría la importancia y valor de los que actualmente disfruta. Craso error.
La imagen más apropiada para la familia vasca durante la edad media es la de una cadena atemporal que se extiende a través de la historia sin perder su esencia. A través de sus infinitos eslabones –todos cuantos formaron parte de la familia con anterioridad- perpetúa su existencia y multiplica así el valor de cada uno de sus individuos, hayan o no tenido estos descendencia directa. Cosa imposible de conseguir desde la perspectiva individualista actual.
El ser humano disfruta de un valor trascendental como parte de una cadena eterna, donde todos y cada uno de sus eslabones tiene la misma importancia, independientemente de sus hechos: el inmenso valor de constituirla y prolongarla. Se trata de una cadena que depende totalmente de cada uno de sus elementos, pues si uno solo de ellos falla –aún el más anodino-, se rompe y desaparece, pero que con el aporte unitario de todos sus miembros es capaz de superar al tiempo y a la muerte.
Desde esta perspectiva se me ocurre una pregunta: ¿qué ser humano estaba mejor valorado, el hidalgo medieval o el hombre del siglo XXI?
Bueno... quizás ya no tenga sentido el tratar de responderla
Por el contrario, al estudiar la vida y sucesos de nuestros banderizos, por sobre la violencia y los continuos enfrentamientos, resalta y llama poderosamente la atención su concepto de la familia,. Una institución donde, a primera vista, pudiera parecer que el individuo no tenía especial valor, supeditado como estaba al apellido.
Aquellas gentes tenían un concepto extremadamente arraigado y firme del clan familiar. Era el mundo en el que nacían y que les servía de protección, escuela y cuartel. Para ellos, la familia era un valor absoluto que regía la vida y acciones de todo hombre de bien. Para un hidalgo que por tal se tuviera, habían de ser tanto o más importantes el honor y la razón de su linaje que los suyos propios.
La familia no era algo circunstancial, ceñido a los progenitores y sus hijos, tenía una concepción infinitamente más profunda. Venía desde un remoto pasado para prolongarse más allá del tiempo y el espacio, destinada a perpetuarse en un futuro ignoto donde había de perdurar el apellido.
A tal extremo era vital la familia extensa entre aquellas gentes, el apellido, que las palabras “apellido” y “ayuda” o “auxilio” eran sinónimos en el siglo XV. Existen numerosos ejemplos de ello en las Bienandanzas, como cuando a los de Muñatones “llegó el apellido de Somorrostro, y podieron recogerse a sus logares”, o cuando Juan García y Lope Furtado “en su desesperación, echaron el apellido a Lope Garçía de Salazar que los socorriese, aunqu'él no estava contento de los dichos Lope Furtado e Juan” a lo que no pudo negarse Lope de Salazar pese a su disgusto.
Encontramos allí múltiples expresiones relacionadas: “llegaron los hombres al apellido”, “recibió apellido”, “corrió dando apellidos”... Todas estas frases hechas, utilizadas de manera habitual, nos sirven como ejemplos sintomáticos de que esta organización, el apellido, la familia, era elemento indispensable para su supervivencia y el fundamento, no solo de su fuerza, sino también de su propia sociedad y razón de cada uno de sus miembros. Principio de su casa y su familia, origen y razón de ser de la misma existencia de cada una de las personas que la formaban.
En estas circunstancias, podría parecer que en la sociedad vasca de finales de la edad media,el individuo había de perder su propia identidad disuelta en el apellido y que la persona no tendría la importancia y valor de los que actualmente disfruta. Craso error.
La imagen más apropiada para la familia vasca durante la edad media es la de una cadena atemporal que se extiende a través de la historia sin perder su esencia. A través de sus infinitos eslabones –todos cuantos formaron parte de la familia con anterioridad- perpetúa su existencia y multiplica así el valor de cada uno de sus individuos, hayan o no tenido estos descendencia directa. Cosa imposible de conseguir desde la perspectiva individualista actual.
El ser humano disfruta de un valor trascendental como parte de una cadena eterna, donde todos y cada uno de sus eslabones tiene la misma importancia, independientemente de sus hechos: el inmenso valor de constituirla y prolongarla. Se trata de una cadena que depende totalmente de cada uno de sus elementos, pues si uno solo de ellos falla –aún el más anodino-, se rompe y desaparece, pero que con el aporte unitario de todos sus miembros es capaz de superar al tiempo y a la muerte.
Desde esta perspectiva se me ocurre una pregunta: ¿qué ser humano estaba mejor valorado, el hidalgo medieval o el hombre del siglo XXI?
Bueno... quizás ya no tenga sentido el tratar de responderla