En este blog se ha hablado bastante sobre como vivían y por que medios mataban nuestros banderizos, las armas medievales y como se empleaban, pero no hemos explicado lo que ocurría con ellos una vez difuntos. El hidalgo fallecido -tanto si caía en batalla como moría de muerte natural- debía cumplir con una estricta serie de preceptos antes de abandonar este mundo, y eran sus deudos quienes se obligaban a ello.
En Tierra amarga se detallan –al narrar el entierro del viejo Martín- los rituales mortuorios medievales. Aquí trataré de resumirlo en pocas palabras.
En primer lugar, tras el óbito, se habrían de par en par todas las ventanas de la habitación donde hubiera fallecido, e incluso a veces -si no existían ventanas, o estas eran demasiado pequeñas para el gusto de la familia- se podía abrir un hueco en el techo levantando algunas tejas. Todo ello para que el alma del finado pudiera volar sin estorbos hacia el cielo. Se aireaba después la ropa de cama en el exterior para evitar las miasmas y se cubría el escudo familiar con un paño negro o púrpura.
Era costumbre habitual el vestir al difunto con el hábito de alguna orden religiosa de la que fuera devoto o con la que la familia tuviera relación. Menos habitual entre nuestros jauntxos era el presentar al muerto a sus deudos vestido de combate.
Todo preparado en la casa, comenzaba la peregrinación de parientes, clientes, amigos, siervos, campesinos, pecheros y deudores a la casa para presentar sus respetos al difunto y su familia. Los campesinos y pecheros solían obligarse a entregar viandas y bebidas para que la familia pudiera atender de acuerdo a su rango a cuantos llegaban al velatorio.
Pasados dos o tres días, se sacaba al difunto de la casa, cuidando de que fueran los pies la parte de su cuerpo que primero saliera del edificio, con dos monedas cubriendo sus ojos. Al introducirle en el féretro, un hombre de confianza sostenía su cabeza para que no se golpeara y se cubría luego el cuerpo con los colores de su escudo.
Desde la casa, la comitiva fúnebre debía alcanzar el lugar donde se había de dar tierra a los restos y esto no era tarea fácil. El cadáver solo puede ser transportado a través de caminos públicos, y está obligado a evitar cualquier senda particular o privada. Durante el camino, en todas las encrucijadas se encontrarían grupos de mujeres que cantaran endechas alabando las virtudes –reales o inventadas- del difunto, y esto haría que se tardaran horas en recorrer cualquier distancia, por pequeña que fuere.
Estaba rigurosamente prohibido por las autoridades eclesiásticas la presencia de plañideras en las comitivas fúnebres, como condenaba el que los deudos se arañaran la cara, rasgaran las ropas y demás signos exagerados de duelo, pero las reiteradas exigencias para que se cumplieran estas normas nos demuestran cuán habituales eran y el poco caso que de ellas hacían nuestros antepasados.
La procesión de un hidalgo bien situado debiera ser algo así: en primer lugar, las plañideras; tras ellas, portando velas y hachones, pobres pagados por la familia para que rezaran por le difunto; luego el difunto rodeado de la familia y, cerrando la comitiva, frailes y cofrades del extinto.
Para terminar, indicar que por aquellos años, lo común era que los pudientes fueran enterrados en el interior de las iglesias principales o en aquellas de donde fueran patronos.