De siempre se ha dicho que la mejor caballería del mundo fue la francesa, cuya carga no podía resistir ejército alguno, y se dice de ella que solo desapareció al generalizarse el uso de las armas de fuego. Sin entrar en comentarios sobre Crécy, Agincourt o tantas otras “hazañas” de la caballería pesada francesa, en tierras ibéricas llevaban siglos enfrentándose a esta caballería de grandes caballos y movimientos lentos los jinetes árabes, que montaban caballos más pequeños y rápidos que los europeos y empleaban con tremenda efectividad un sistema de lucha que enfrentaba la agilidad a la fuerza bruta.
Los rígidos caballeros cristianos se enfrentaron durante siglos a la caballería ligera de los ejércitos almohades, formados muy frecuentemente por guerreros zenetes –o jenetes como les solían nombrar en tierras castellanas–, hábiles caballistas bereberes, que cedieron el nombre a su sistema de monta: La monta ligera o a
El equipamiento de estos caballeros resultaba mucho más económico que el anterior y más eficaz para la lucha en tierras de banderizos: suelos agrestes y con pocos espacios para una carga eficaz de caballería pesada. Así, pronto los cristianos peninsulares adaptaron las mejoras africanas a su sistema de combate y nació la monta a la jineta, precursora de la caballería ligera y raíz de la monta “a la española”.
Los hacendados cristianos, apoyados por los reyes castellanos, cruzaron sus pesados caballos de guerra con los ejemplares rápidos y menudos de los sarracenos para conseguir un tipo de caballo fuerte, pero más ligero e impetuoso que los macizos caballos norteños y con él equiparon a sus huestes.
A un caballo más vivo, había de corresponder un caballero menos pesado. El jinete, se acomodó en una silla más liviana, con un fuste trasero reducido y equipada con unos estribos cortos en forma de media luna que le obligaban a montar con las piernas ligeramente flexionadas. En esta postura, dirigía el caballo mediante leves indicaciones de las rodillas, sin utilizar apenas bridas o espuelas y quedaba con ambas manos libres para golpear o defenderse. Se cubría con media armadura y celada y mostraba las calzas rojas que revelaban su condición de noble –“que Lope García dixo a los fijos e criados que matasen a los de calças vermexas, que eran fijos dalgo, que los otros eran omes comunes”– Igualmente se armaban de lanza y arma de mano, aunque su lanza era menos robusta que la de los caballeros de punta en blanco ya su función no era derribar a un coloso blindado, sino atravesar una brigantina o a un infante sin apenas protección.
Si la función de los caballeros de armadura blanca era romper con un choque directo las líneas del enemigo y aplastar sus defensas, en batalla la caballería ligera había de cubrir los flancos del ejército y hostigar al enemigo, envolviéndolo si era posible; Para, tras la victoria, perseguir luego a quienes se retiraban impidiéndoles reorganizarse, aumentar los daños causados y tratar de conseguir un botín lo más sustancioso posible.
En combate –y a fe que durante las guerras de bandos los hubo–, un jinete jamás entraría en contacto directo con un caballero de punta en blanco. Se limitaría a esquivar su acometida y a tratar de destriparle el caballo de un lanzazo. Porque no olvidemos que eso de no atacar al caballo solo era válido en los torneos, cuando parte de la ganancia del vencedor era la cabalgadura del vencido. En la guerra, todo valía –y vale– si te facilita la victoria.
También el equipo del caballo se atenuó, y se sustituyó su armadura pesada por una protección más liviana en cuero o tela acolchada.
El rey Fernando acabaría por imponer este tipo de caballería en Europa. Explotando la devastadora eficacia de la combinación de cuadros de infantes bien entrenados, picas y armas de fuego, la caballería dejó de ser el eje central del ejército y pasó a ser el cuerpo auxiliar encargado de explotar la victoria o minimizar la derrota.