Continuando con el suelto anterior, hemos de aceptar, nos guste o no, que en aquellas tierras salvajes de la Europa medieval, solamente los nobles pudientes disfrutaban de lo que hoy consideraríamos unas condiciones mínimas de vida. Para el resto de los mortales, la mera existencia suponía un triunfo, el mayor éxito posible. Habían de sobrevivir faltos de las más imprescindibles medidas de higiene, sin sanidad, agitados por hambrunas y epidemias, azotados por las inclemencias del tiempo en sus miserables casuchas y sometidos a los arbitrarios caprichos de su señor. Sin ningún derecho, ni siquiera a la propia vida.
Por contra, los caballeros medievales, tanto los de la tierra llana como los residentes en las villas, vivían holgadamente del trabajo de sus siervos y esclavos. Durante siglos disfrutaron de todos los bienes de la tierra y les dolía renunciar a sus privilegios, adquiridos y conservados por la fuerza de sus armas.
Así, la pragmática real que confería la hidalguía universal en tierras vizcaínas hubo de suponer un vuelco revolucionario, tanto en las condiciones de vida como en la forma de pensar de nuestros ancestros. Los infanzones hubieron de justificar su anterior modo de vida y rápidamente los nobles cultivados y escritores a sueldo embellecieron los desmanes pasados con un barniz de honor y compromiso. Crearon y exhibieron unos principios caballerescos en los que la familia, el clan, lo era todo; donde la palabra de un hombre no admitía marcha atrás, al adquirir el grado de compromiso jurado sin necesidad de más rituales que el mero hecho de pronunciarla. Glorificaron el trabajo, el sacrificio y el esfuerzo con que defendieron su linaje y su heredad; elevaron la tierra a la categoría de templo y la casa –su casa- se convirtió en la madre primigenia del apellido, de la familia, del todo.
No tardaron los siervos y menestrales, repentinos hidalgos, en asumir las características -publicitadas en libros de caballerías, poemas y declamaciones-, de quienes hasta ese momento habían sido sus superiores simplemente por tener un apellido. Ahora que también ellos disponían de uno propio, con el ansia de los nuevos ricos, se arrogaron como suyos los valores de los que presumían aquellos que pretendían imitar, los universalizaron e hicieron perdurar en el tiempo. Hasta que ellos mismos se los creyeron y los convirtieron en característica representativa de todo su pueblo, del pueblo que hoy somos.
Hoy se nos debe hacer presente que, igual que somos el fruto directo de aquellas gentes ya desaparecidas, nuestras actitudes de hoy marcarán, en un sentido u otro, el futuro de aquellos que el día de mañana habitarán nuestra casa. Es nuestra responsabilidad el tener siempre presente que nuestro hoy será el cimiento sobre el que nuestros hijos levantarán su mañana.
Lo dejaron dicho nuestros antepasados: porque fueron, somos; porque somos serán.
Por contra, los caballeros medievales, tanto los de la tierra llana como los residentes en las villas, vivían holgadamente del trabajo de sus siervos y esclavos. Durante siglos disfrutaron de todos los bienes de la tierra y les dolía renunciar a sus privilegios, adquiridos y conservados por la fuerza de sus armas.
Así, la pragmática real que confería la hidalguía universal en tierras vizcaínas hubo de suponer un vuelco revolucionario, tanto en las condiciones de vida como en la forma de pensar de nuestros ancestros. Los infanzones hubieron de justificar su anterior modo de vida y rápidamente los nobles cultivados y escritores a sueldo embellecieron los desmanes pasados con un barniz de honor y compromiso. Crearon y exhibieron unos principios caballerescos en los que la familia, el clan, lo era todo; donde la palabra de un hombre no admitía marcha atrás, al adquirir el grado de compromiso jurado sin necesidad de más rituales que el mero hecho de pronunciarla. Glorificaron el trabajo, el sacrificio y el esfuerzo con que defendieron su linaje y su heredad; elevaron la tierra a la categoría de templo y la casa –su casa- se convirtió en la madre primigenia del apellido, de la familia, del todo.
No tardaron los siervos y menestrales, repentinos hidalgos, en asumir las características -publicitadas en libros de caballerías, poemas y declamaciones-, de quienes hasta ese momento habían sido sus superiores simplemente por tener un apellido. Ahora que también ellos disponían de uno propio, con el ansia de los nuevos ricos, se arrogaron como suyos los valores de los que presumían aquellos que pretendían imitar, los universalizaron e hicieron perdurar en el tiempo. Hasta que ellos mismos se los creyeron y los convirtieron en característica representativa de todo su pueblo, del pueblo que hoy somos.
Hoy se nos debe hacer presente que, igual que somos el fruto directo de aquellas gentes ya desaparecidas, nuestras actitudes de hoy marcarán, en un sentido u otro, el futuro de aquellos que el día de mañana habitarán nuestra casa. Es nuestra responsabilidad el tener siempre presente que nuestro hoy será el cimiento sobre el que nuestros hijos levantarán su mañana.
Lo dejaron dicho nuestros antepasados: porque fueron, somos; porque somos serán.