En las dos entradas anteriores hemos enumerado las medidas medievales de longitud, volumen y superficie. Ahora trataré de explicar como se medía el tiempo en el medioevo europeo.
En la edad media, el medir el tiempo, como tantas otras cosas, era algo mucho menos necesario –y por lo tanto mucho menos exacto- de lo que lo es para el hombre moderno.
Para aquella gente, el día comenzaba con el sol y moría con este. Pero, pese a todo, de alguna manera tenían que ponerse de acuerdo para concretar las citas, así que fragmentaron el transcurrir del sol según las ocho horas canónicas.
Dividieron el día en cuatro horas y la noche en otras cuatro, divididas a su vez cada una de estas horas principales en tres fracciones. Las horas diurnas comenzaban con el alba y las nocturnas –obviamente- con el ocaso. Esta división, simple pero eficaz, suponía que el tiempo “legal” variaba en función de las estaciones, ajustándose a los período de luz y oscuridad, es decir, a los momentos de actividad o reposo de la gente. El sistema tenía como inconveniente el que las horas solo tenían la misma duración durante los equinoccios (los días de paso de invierno a primavera y de verano a otoño, cuando en la tierra el tiempo de luz dura lo mismo que la noche), pero esto poco importaba a efectos prácticos.
Las horas las marcaban las iglesias y monasterios a toque de campana, sin que se señalaran las últimas horas nocturnas a fin de respetar el descanso de los campesinos.
De esta manera, para las gentes de la edad media, el día comenzaba con una solitaria campanada que señalaba la hora prima, la que marcaba el amanecer, hora de empezar sus tareas. Tres horas más tarde, los buenos frailes indicaban con dos campanadas que había llegado la hora tercia y al llegar el mediodía, con el sol en su cénit, hacían sonar tres veces la campana para indicar que había llegado la hora sexta, tres horas después de la tercia. Seguía a esta (pasadas otras tres horas) la última hora diurna, la hora nona, nombrada con dos toques de campana. Se esperaba entonces la caída del sol para, con el crepúsculo, avisar a los lugareños con tres campanadas que llegaba la hora de vísperas, la primera hora nocturna medieval y el momento de cesar con sus actividades diarias. La seguía la hora de completas, con las últimas cuatro campanadas del día, que indicaban a la congregación religiosa y a la ciudadanía que ya era hora de acostarse. Las siguientes horas eran de silencio y ninguna campana sonaba para marcarlas. Solamente en el interior de los monasterios se alzaban los religiosos al quedo aviso de sus superiores a la medianoche, para rezar las oraciones de maitines en los primeros segundos del nuevo día, para volver a levantarse a orar, siempre tras tres períodos de una hora, con la última hora nocturna, la hora de laudes.
Guiados por el afán moderno de la precisión (ajeno totalmente a la mentalidad medieval) y para mejor entendernos, podríamos decir que, durante los equinoccios:
los Maitines eran a las 0 horas,
Laudes a las 3 de la madrugada
Prima a las 6 (la primera hora del día)
Tercia a las 9 (la tercera)
Sexta al mediodía, las 12. (la sexta)
Nona a las 3 de la tarde (la novena y última hora diurna)
Vísperas a las 6 de la tarde
Completas a las 9 de la noche.
Durante el resto del año… pues qué más daba, si las horas eran o no igual de largas. En realidad, para un villano en su terruño medieval, nuestra obsesión por medir horas y segundos no podía tener el menor sentido.