Obviamente -como sucede también hoy en día- no comían lo mismo las gentes del pueblo que los hidalgos y caballeros medievales. Es cierto que la alimentación de ambos se basaba principalmente en los productos que la propia tierra podía suministrar –incluyendo algunos que hoy nos pueden resultar chocantes- pero los más pudientes se hacían traer viandas y especias desde los más lejanos confines del globo.
La jornada laboral era de sol a sol y a ella se ajustaban los ciclos de la vida. y, por lo tanto, también la alimentación de los siervos, esclavos y collazos. Un bocado de pan (para el pueblo casi nunca de trigo, sino de otros cereales más asequibles) acompañado de cebolla al levantarse, otro bocado a los mismos manjares a media jornada y la comida propiamente dicha al volver a casa: un caldo de verdura engordado en el mejor de los casos por las diferentes harinas que más adelante apuntaremos, donde el único aporte animal era, cuando se disponía de él, un pedazo de unto.
La jornada laboral era de sol a sol y a ella se ajustaban los ciclos de la vida. y, por lo tanto, también la alimentación de los siervos, esclavos y collazos. Un bocado de pan (para el pueblo casi nunca de trigo, sino de otros cereales más asequibles) acompañado de cebolla al levantarse, otro bocado a los mismos manjares a media jornada y la comida propiamente dicha al volver a casa: un caldo de verdura engordado en el mejor de los casos por las diferentes harinas que más adelante apuntaremos, donde el único aporte animal era, cuando se disponía de él, un pedazo de unto.
Pero esto no ocurría en las casas de los señores que, enriquecidos por el hierro, el comercio o la guerra, disponían de buenos dineros para adquirir todo tipo de manjares y alimentarse de manera más abundante y repetida.
Todos comían pan y gachas, elaborados ambos con trigo (poco en Vizcaya, donde era escaso y caro), cebada, centeno y mijo. También se elaboraba harina de la bellota, la castaña y las habas para luego hacer tortas y pasteles o añadirla a las sopas y cocidos.
En Vizcaya, tierra marinera, era habitual encontrar en los mercados una gran variedad de pescados de sus costas. Existen referencias de la venta de merluza, atún, congrio, mero, lijas, bacalao, sardinas y arenques (que se traían de Flandes, Irlanda y Galicia), además de ostras, salmón (importado en muchos casos), aunque también se consumían pescados de aguas dulces o salobres como trucha, carpa, anguila o lamprea.
Muchos de estos pescados se consumían tanto en fresco como secos, ahumados o conservados en sal o miel.
Lógicamente, cualquier animal que se moviera sobre la tierra era también un alimento potencial, aunque alguno de ellos nos choque hoy. Se cazaban para comer -y se comercializaba su carne- tanto las perdices como chimbos, codornices, patos, gaviotas, palomas y casi cualquier bicho que tuviera plumas, incluyendo las garzas, cisnes, cigüeñas y grullas. Lo mismo les ocurría a los que corrían la tierra. Conejo, liebre, corzo, ciervo, jabalí, erizo o ardilla… todo lo que se podía cazar era comida.
Otra fuente importante de alimentos la suministraba el bosque y la campiña. Todo tipo de bayas y frutas, tanto silvestres como cultivadas eran alimentos preciados en la edad media. Se disfrutaba de las bellotas con el mismo placer que las castañas, las nueces, los piñones, las avellanas, e incluso los hayucos, que eran consumidos con placer tanto en fruto como en harina. También se comían higos pasos, dátiles y pasas.
La huerta era la otra base de la alimentación medieval (aunque no contaban con los productos que luego aportarían a nuestros campos las tierras americanas, como los pimientos o la patata) y se cultivaban y vendían habas, lentejas, arvejas, calabazas, nabos, cebollas, coles, ajos y toda la variedad de productos que las huertas suministraban.
En Vizcaya, tierra marinera, era habitual encontrar en los mercados una gran variedad de pescados de sus costas. Existen referencias de la venta de merluza, atún, congrio, mero, lijas, bacalao, sardinas y arenques (que se traían de Flandes, Irlanda y Galicia), además de ostras, salmón (importado en muchos casos), aunque también se consumían pescados de aguas dulces o salobres como trucha, carpa, anguila o lamprea.
Muchos de estos pescados se consumían tanto en fresco como secos, ahumados o conservados en sal o miel.
Lógicamente, cualquier animal que se moviera sobre la tierra era también un alimento potencial, aunque alguno de ellos nos choque hoy. Se cazaban para comer -y se comercializaba su carne- tanto las perdices como chimbos, codornices, patos, gaviotas, palomas y casi cualquier bicho que tuviera plumas, incluyendo las garzas, cisnes, cigüeñas y grullas. Lo mismo les ocurría a los que corrían la tierra. Conejo, liebre, corzo, ciervo, jabalí, erizo o ardilla… todo lo que se podía cazar era comida.
Otra fuente importante de alimentos la suministraba el bosque y la campiña. Todo tipo de bayas y frutas, tanto silvestres como cultivadas eran alimentos preciados en la edad media. Se disfrutaba de las bellotas con el mismo placer que las castañas, las nueces, los piñones, las avellanas, e incluso los hayucos, que eran consumidos con placer tanto en fruto como en harina. También se comían higos pasos, dátiles y pasas.
La huerta era la otra base de la alimentación medieval (aunque no contaban con los productos que luego aportarían a nuestros campos las tierras americanas, como los pimientos o la patata) y se cultivaban y vendían habas, lentejas, arvejas, calabazas, nabos, cebollas, coles, ajos y toda la variedad de productos que las huertas suministraban.
La caza era privilegio de los señores que comían en abundancia jabalí, gamos y palomas, pero los campesinos y esclavos no solían disponer de más carne en su olla que la que podían cazar a escondidas o la de sus animales de granja cuando morían de enfermedad o vejez, de manera que su alimento animal más habitual era el unto (manteca), junto a la mantequilla y el queso. Pero no faltaban en la mesa del caballero medieval la gallina y el capón, el cerdo, la cabra, buey y carnero, cualquier animal a su alcance era comida apreciada, menos los equinos (caballo, burro y mula, demasiados valiosos como para comérselos) y el perro, que era considerado animal impuro.
En una época donde no existían los frigoríficos, eran muy apreciadas las especias que ocultaban el olor y el sabor demasiado fuertes de algunos alimentos. Trataban de cubrir esta demanda las potentes flotas de las especias que desembarcaban en Flandes y Portugal especias de los más exóticos orígenes. Desde estos puertos se importaba pimienta, canela, nuez moscada y jengibre que se encontraban en el mostrador del especiero junto al azafrán, el anís, el ajo y el comino, sin que faltaran en los mercados la miel, la sal o el azúcar valenciano, traído de la refinería real de Gandía.
Para terminar este artículo, recordar que las bebidas más habituales eran el vino y la sidra, aunque algunos sibaritas, copiando costumbres moriscas, gustaban de beber en verano nieve aromatizada con zumos de frutas. Para ello se guardaba la nieve invernal en las neveras de montaña, donde podía conservarse hasta bien entrado el estío para deleite de caballeros y princesas refinadas.