Al hilo de la última entrada, me gustaría reflejar, aunque solo sea ligeramente, las diferencias existentes entre la caballería pesada, tan en boga en los ejércitos europeos de la edad media, y la ligera, proveniente de los árabes. Empezaré por la caballería pesada, esa que de manera instintiva asociamos a la edad media y nuestros banderizos.
Durante siglos, el sistema de lucha de un caballero cristiano fue el impacto directo. En combate, se trataba de utilizar la enorme masa de sus caballos de batalla para derribar al enemigo o romper sus filas. No se buscaba evitar la lanza del enemigo, sino enfrentarse a ella y quebrarla. Esta caballería pesada medieval montaba a la brida: El caballero, armado de punta en blanco, es decir: con armadura completa de placas, se instalaba sobre un potente caballo, de gran peso y musculatura, que aportaba al conjunto su velocidad y enorme masa.
Para que el caballero pudiera aguantar el brutal impacto que suponía encontrarse con un adversario igualmente equipado necesitaba – lógicamente – una estructura sólida que le soportara. Para conseguirlo, empleaban una gran silla de montar armada sobre un pesado fuste reforzado en cuero y metal con un borrén trasero – el respaldo, podríamos decir – que se alzaba hasta por encima de los riñones para servir de apoyo en el momento del encontronazo, y un arzón delantero que le defendía por completo el vientre y las ingles, e incluso a veces buena parte de las piernas. Se equipaba al conjunto con estribos largos, terminados en pesadas cazoletas de metal, donde encajaba con firmeza un escarpe puntiagudo armado con unas espuelas desmesuradas. Tanto la montura como los estribos estaban concebidos para cabalgar con las piernas extendidas y enfrentarse así con más rigidez y estabilidad al choque.
La silla se fijaba al cuerpo del caballo con tres cinchas: una ventral, que la sujetaba al cuerpo del caballo; una pectoral que abrazaba la parte delantera del animal e impedía que silla y caballero retrocedieran sobre los lomos del caballo; y una posterior que envolvía las ancas del bruto y aumentaba la estabilidad del conjunto, a la vez que impedía que el caballo se lanzara a un galope desbocado con su rígido jinete encima.
Esos formidables bridones (caballos que se montan a la brida, o que se dirigen con las bridas) eran animales admirados y deseados. Y muy costosos. Cuenta nuestro cronista preferido que, en Medina, un judío ofreció mil reales de plata por el caballo “Palomo” que montaba Lope de Valpuesta, hijo bastardo de Lope García. (Recordemos que el sueldo de un profesional bien valorado en la época podía rondar los 10 reales de plata al año)
Cuando se entraba en batalla, se lanzaban en primer lugar unas flechas pesadas en tiro curvo (para que cayeran luego en vertical sobre el enemigo), armadas con grandes puntas arponadas, cuya función primordial era inutilizar los caballos. Estaban diseñadas para penetrar en las grupas y cuello del caballo, de donde no podrían extraerse sin causar graves heridas e incrustadas en los músculos impedirles moverse con libertad. Para preservar la enorme inversión que suponía uno de estos caballos, se les protegía de estas y otras armas con la barda: una armadura de hierro o cuero curtido de vaca que, en diferentes piezas, cubría ancas, cuello y testuz del animal.
Con la sobrevesta para cubrir y vestir la armadura del hombre y la gualdrapa para el animal, y mostrando ambas las armas del caballero, completamos el cuadro que habría de formar este conjunto, poderoso y lento (relativamente hablando claro), que era la unidad de caballería pesada.
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