Como tantas otras cosas, el sexo en la edad media se vivía
de manera completamente diferente a como hoy lo entendemos. Y como es habitual,
no era nada parecido a lo que comúnmente se cree.
De entrada, el famoso y tan socorrido en películas y novelas
derecho de pernada, nunca existió.
Los señores tenían derechos fiscales sobre los siervos y el
matrimonio podía suponer la desnaturalización de alguno de los contrayentes.
Como esto podía suponer una pérdida de ingresos para su patrón, y como toda
ocasión es buena para grabar con impuestos a los que no se pueden defender (¿de
qué me suena a mí esto?), cuando un siervo libre se quería casar tenía que
pagar cuatro sueldos a su señor.
¡Tenían que pagar impuestos para casarse! ¡Pobres campesinos
medievales, como les explotaban!
Canecillo gótico. Fotografía de José Luis Santos Fernández |
El mito del traído derecho de pernada, bautizado inicialmente
como lus primae noctis, o derecho a
la primera noche, nace a principios del siglo XIII en el Estout de Goz. En este
poema, escrito por un monje de Mont Sant Michel, en Francia, se describe lo
terrible que sería para sus siervos el que prefirieran servir a un señor laico,
capaz de los mayores excesos, incluso el obligarles a entregar la virginidad de
sus novias. Aberración que, claro esta, los buenos monjes que les cobran sus
impuestos no tienen intención de cometer para con sus fieles vasallos.
El bulo va creciendo hasta que en vísperas de la revolución
francesa, Voltaire, para denigrar la imagen de la nobleza y exacerbar aún más
el odio del pueblo hacia esta clase social, se inventa el término derecho de pernada.
Para aumentar aún más la confusión, en las Hispanias existía
el derecho de cuarto, o derecho de pernil.
El señor tenía derecho a una pata de cada cuadrúpedo de sus siervos y
vasallos. De cada vaca, cerdo o cabra que se les muriera o mataran, una pata
debía de ser entregada al señor. Más de un investigador insinúa que los
ignorantes, o los mal interesados, mezclaron churras con merinas y acabaron
confundiendo el derecho de pernil con el derecho de pernada.
En resumidas cuentas, el señor medieval, jamás tuvo derecho a
violar ninguna novia. De hecho, durante el reinado de Alfonso X, se penaba con
500 sueldos de multa y, lo que resultaba mucho más gravoso al infractor, con la
privación de todos sus cargos, a quien desflorara a una novia antes de su boda.
Lo que realmente pasaba es que en aquellos tiempos el sexo no era algo tabú ni
se escondía, ni era motivo de vergüenza. Era algo natural, cotidiano, que
practicaban humanos y bestias con la misma espontaneidad y sencillez. Y su representación a parecí en iglesias, catedrales e incluso el mismo tapiz de Bayeux, ornamento de la catedral de Bayeux, muestra en sus márgenes algunas escenas de claro contenido erótico.
Una de las imágenes eróticas del tapiz de Bayeux |
Lógicamente, los poderosos abusaban de su preeminencia, como
en el resto de la vida y situaciones, y el sexo no era una excepción.
Pero, además, para la nobleza, el sexo era, o podía ser
–como el resto de sus actos- cuestión de
honor. Ni más ni menos que los demás aspectos de su vida cotidiana. Era
cuestión de honor el que no se pescara salmón en sus ríos, que no le robaran castañas los del apellido rival a una de sus campesinas, o que el
primogénito de los Capuletos se acostara con la niña de los Montescos.
Al final, siempre
resulta que el honor se limita a influencia, dinero y prestigio.
Ahora, pasamos a unas divertidas anécdotas, narradas por
nuestro cronista preferido, sobre como vivían el sexo y las relaciones
sentimentales nuestros banderizos.
Como ejemplo preclaro de la relación entre señor y siervo,
valga los comentarios de Lope García de Salazar sobre su antepasado del mismo
nombre, que tuvo ciento veinte hijos e hijas bastardos porque tenía gracia de
preñar a toda mujer moza (recordemos aquí que moza se entendía entonces como
virgen) de sus tierras.
Pero esto, que podría resultar una monstruosa aberración a los ojos de una personal normal del siglo XXI, no suponía especial deshonra para nadie. Ni para el señor, la moza ni el bastardo. Los hijos, reconocidos por su padre, toman el nombre de Salazar o de su
madre, según prefieran, y adquieren derechos, tierras y posición. De igual modo, las
hijas desposan con escuderos o hidalgos y ambos, varones o hembras, pueden dar lugar a linajes
propios.
Aunque los celos y violencias por el honor tampoco eran ajenas en
aquellas fechas.
Cuentan que, muerto don Pero de Agüero en la Coruña, quedó huérfano
su hijo Pero de dos años, como tutora su joven madre, doña María de Velasco y
como gobernador del solar a su hermano García de Agüero. Este buen don García
era hombre de fuerte temperamento no se sabe si porque pretendía mantener
intacto la influencia y poder de la familia, porque le gustaría conseguir de su
cuñada viuda algo más que el reconocimiento fraternal de sus esfuerzos o porque
era hombre celoso del honor de su hermano muerto, el caso es que cada vez que
la desconsolada viuda encontraba un hombro amable donde descargar sus penas, el
bueno de García montaba en cólera.
Un inciso para recordar que en la edad media desposaban las
mujeres apenas eran fértiles, en torno a los 14 o 15 años. Por lo tanto, una
viuda con hijo de dos años es de suponer que tuviera entre 18 y 20 años.
Así que cuando en una visita a su cuñada se encontró que ésta
estaba encamada con Pero González de Cornizo de Santander lo mató en el propio
palacio de Agüero, y por la misma razón degolló a Diego de Ralas.
La buena de María debía de ser mujer bonita y ardiente,
porque no tardó mucho en encontrar consuelo entre los brazos de Juan Sánchez de
Alvarado, anciano de ochenta años. Pero no debía de ser muy discreta, porque su
cuñado les encontró una noche a ambos en la misma cama. Nuevamente sacó su
genio a relucir don García y, tras cortarle las turmas al pobre anciano, lo
montó en su mula y lo devolvió a su casa en Laredo, donde murió al cabo de
treinta días.
Se sabe que la pobre viuda acabó más que harta de su cuñado, porque aliándose con
algunos otros apellidos que también le tenían ganas al tal don García, lo
prendieron una noche en casa de su madre, donde dormía, y lo decapitaron con la
aquiescencia del Conde y el corregidor.
Es de suponer que a partir de ese momento la joven viuda pudo dedicarse con más tranquilidad a llevar su hacienda y a las laboras propias de su condición.
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