De la infinidad de armas empleadas en la edad media, la principal y más conocida es, sin lugar a dudas, la espada. El arma medieval por antonomasia, la más eficaz y mortífera, propiedad de reyes e hidalgos.
Una buena espada, como arma noble que era, resultaba cara, muy cara, extremadamente cara –podía llegar a costar trescientos reales de plata, lo que vendría a ser algo así como el sueldo de 30 años de un menestral – de manera que las buenas espadas eran armas reservadas a los muy ricos. Los hidalgos más modestos habían de conformarse con espadas algo más económicas, pero aún así fuera del alcance de quien no dispusiera de rentas suficientes.
La espada era una perfecta obra de arte fruto del desarrollo tecnológico de la época y el espadero un profesional siempre distinguido y considerado en la sociedad medieval. Prueba de la importancia de estos maestros, son los nombres de afamados espaderos vizcaínos que han llegado hasta nosotros, como Pedro de Zamudio, Domingo de Azcoitia, Martín de Mántulis o Juan de Olagorta, entre muchos otros. Estos eran los encargados de conseguir los diferentes temples que se exigían para cada sección de la hoja: el cuerpo del arma había de ser flexible y resistente, las líneas de corte, afiladas en ángulo obtuso, debían alcanzar durante el templado la fortaleza necesaria para cortar en el golpe pero sin que resultaran demasiado frágiles, para evitar mellados y roturas; la punta, al fin, debía alcanzar la máxima dureza y rigidez para conseguir en ella un afilado extremo y la resistencia necesaria para hendir una cota de malla o atravesar el hueso.
También se construyeron espadas más económicas, destinadas el equipamiento de ejército regulares y hombres de armas de los señores, que si bien no alcanzaban la calidad de las anteriores, sabían mantener sus cualidades de peso y efectividad, aunque fueran menos resistentes y perdieran con mayor rapidez el corte o la punta.
Estas maravillas de la ingeniería medieval se engarzaba en una empuñadura que no solo debía servir para asir la espada. La cruz defendía la mano que la blandía, el pomo prestaba apoyo al agarre y compensaba el peso del acero, equilibrando el peso del arma a unos cuatro dedos de la guarda, y ambos -pomo y arriaz- resultaban unas muy eficaces armas de impacto, capaces de destrozar la cara de cualquier oponente.
Las espadas que esgrimían los Leguizamón, Basurto o Arbolancha a finales del siglo XV, bien podían ser las contundentes espadas de mano y media o bastardas, de más de un metro de largo y entre un kilo trescientos gramos y los dos kilos de peso, o los más modernos y ligeros estoques, diseñados para reventar las anillas de las cotas de mallas y penetrar entre las placas de las corazas, que sólo raramente alcanzaban el kilogramo.
Un mito bastante extendido es el de la abundancia de estas armas en batalla. Esto es del todo falso. Como hemos dicho anteriormente, una espada era arma muy cara, solo al alcance de caballeros o soldados profesionales, salvo que consiguieran rapiñársela a algún enemigo caído y ocultársela a su patrón. Además, para que fuera realmente todo lo efectiva que podía llegar a ser, se necesitaba un largo y complejo entrenamiento. Por todo ello, los más de la tropa se armaban para la batalla con otro tipo de armas mucho más baratas, de manejo menos complicado e igualmente de eficaces, como hachas, garrotes, martillos, lanzas y alabardas, sobre las que hablaremos algo más adelante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario