En nuestro anterior repaso a las armas que emplearon nuestros banderizos, tras hablar brevemente de la espada y su hermano menor, el cuchillo, nos habíamos quedado en las más primarias: las armas de impacto. Trataremos ahora de ampliar la panoplia de herramientas desarrolladas por el ser humano para acabar de la manera más efectiva posible con la vida de su vecino.
En la historia, a la maza sucedió el hacha. La primera herramienta elaborada en metal fue precisamente el hacha. Un arma que añade a la contundencia de la maza la capacidad de corte del cuchillo. Su masa, concentrada en la delgada línea del filo, permite al agresor romper las defensas del contrario y alcanzar sus partes vulnerables, y si la armadura resulta lo suficientemente dura como para no ceder al golpe, el mero impacto puede aturdir lo suficiente como para inutilizarle, aunque solo sea momentáneamente. Existieron muchas variedades de hachas en Europa, todas ellas variaciones sencillas del modelo básico del leñador que también se utilizó en las guerras y luchas de bandos como arma.
Con los años y las guerras, la herramienta sufrió una evolución, lógica en un ambiente de caballeros armados, hasta culminar su desarrollo en el hacha de guerra. Arma formidable en manos expertas, fue el arma preferida entre otros por Ricardo I de Inglaterra, y no es (por mucho que les pese a los seguidores de Conan) un arma de doble hoja curvada con garfios en su remate que se blandía a una mano. En realidad, el hacha de guerra de una mano resultaba más parecida a un martillo de guerra o pico de cuervo que a otra cosa, solo cambiaba la mesa del martillo por un filo corto y macizo. En su acepción de dos manos, se le llamaba también hacha de dos manos o hacha de petos. Un arma de asta corta, de aproximadamente 1’30 metros, con cazoleta a media altura para defensa de las manos, que soportaba un filo corto –de apenas
Por otro lado, y aunque dispusiera de un buen hacha o alguna del resto de armas de corte, como los cuchillos, dagas y machetes, un grave problema con que se encontraba un soldado en la Vizcaya medieval, era el de alcanzar a un caballero a caballo, o el mantener lo más alejado posible a los infantes del apellido rival. La manera más simple de conseguirlo era colocando al arma que tuviera más a mano un mango lo suficientemente largo. Así nacieron las armas de asta.
La primera, lógicamente, fue la lanza: un simple cuchillo atado en el extremo de un palo. Este modelo elemental se fue diversificando para diferenciar los chuzos, dardos y azagayas, como armas arrojadizas y la lanza propiamente dicha, más pesada y larga que las anteriores, con moharra (hoja) más pesada y fuerte y regatón en el extremo opuesto del asta. Este casquillo metálico, además de proteger la madera, permitía fijar con seguridad la lanza en el suelo ante la embestida de un caballero a la par que equilibraba el peso del arma acercando su centro de equilibrio a las manos del guerrero. Si alargamos una lanza, de 2 ó
Modificando este patrón básico, en la época medieval se alcanzó una variedad casi infinita de armas enastadas. Su forma dependía únicamente de la imaginación del artesano que la fabricaba o del soldado que se la encargaba.
A una vara, lo mismo se puede sujetar un cuchillo que un hacha, y si le añadimos a ésta uno o dos ganchos con los que sujetar y derribar a un caballero de su montura, hemos inventado la alabarda: una hoja de corte que se prolonga en un diente puntiagudo llamado pica, mientras por el lado opuesto al filo se sitúan uno o varios espolones, bien rectos o curvados en forma de gancho. Si es el machete nuestra arma preferida y lo fijamos al extremo de la vara, crearemos el archa, a la que también llamaban cuchillo de brecha. Si descendemos de familia campesina y estamos familiarizados con las herramientas de la siega, podemos fijar a nuestro palo una hoz y si queremos hacerla más terrible añadirle una punta aguzada; así habremos creado una bisarma. También podemos remedar las armas de los señores y montar en el extremo de la vara de fresno una imitación barata de su hacha de armas para blandir contra nuestros enemigos lo que se conoció como hacha de petos. Si lo que nos atrae es el martillo de guerra, prolongando su mástil hasta la medida de una lanza corta y prolongar su rejón para transformarlo en una lucerna.
También podemos simplemente añadir a la moharra de la lanza unas aletas laterales. Si la central es más ancha de lo habitual y las aletas son más o menos rectas tendremos una partesana, pero si la hoja es más estrecha y las aletas se giran hacia atrás para facilitar el agarre del jinete, lo que tendremos entre las manos será una roncona.
Y así hasta la infinidad de modelos y variaciones con o sin pinchos, curvados o rectos con una o varias puntas y astas, como hemos ya dicho, desde poco más de un metro y medio en las armas arrojadizas hasta los casi siete de las picas contra caballería empleadas en las falanges.
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