Cantigas de Cruz y Luna.

Cervera del río Alhama, una pequeña villa castellana donde cristianos, judíos y musulmanes conviven en secular armonía, envía sus mejores gentes a la campaña de las Navas de Tolosa. Les acompaña la dulce Zahara, arrastrada contra su voluntad a una aventura donde, para sobrevivir, habrá de ser más fuerte que los más intrépidos cruzados.

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La novela

La novela
Una historia de aventuras en Cervera del río Alhama, una perspectiva nunca vista de las Navas de Tolosa

viernes, 30 de noviembre de 2012

Maceros


Es muy posible que alguna vez, al ver una recepción en el ayuntamiento, o en alguna comitiva municipal, hayáis visto unos tipos con pelucones, vestidos de manera estrafalaria que llevan al hombro una especie de lámpara rococó dorada con mango.
Macero en la fachada del Ayuntamiento de Bilbao
Estos funcionarios son los maceros y lo que llevan al hombro es la representación, ya inútil y meramente decorativa, de una maza de guerra.  
A día de hoy no pasa de ser una figura que pretende simbolizar el prestigio y autoridad de las personas o instituciones a los que precede, perdida ya su función primera, la de alguacil o cuerpo de seguridad.

Por cierto, en las Bienandanzas se cuenta una batallita, muy acorde con la mentalidad de la época, donde se puede comprobar de manera muy evidente la función que estos oficiales –hoy tan pintorescos- cumplían en su origen.

Corría el año del señor de 1356 y era el conde don Tello señor de Vizcaya en aquellos días. El buen conde era un gran aficionado a la caza y las monterías y, con ocasión de una visita a la villa de Bilbao, se le ocurrió ofrecer espectáculo a sus gentes corriendo unos jabalíes en la plaza de la villa.
-Aquí un inciso. La plaza de Bilbao se encontraba por aquellos tiempos en la explanada que hoy ocupa el mercado de la Ribera, al que los viejos aún llamamos “la Plaza”, y que todo bilbaíno que se precie distingue de la Plaza Nueva, espacio reciente, edificado en 1849-.
"Espectáculo" taurino representado en las  Cantigas.
 El caso es que por aquellos banderizos años, los espectáculos eran ligeramente diferentes a los actuales. Un divertimento bastante habitual (entre los ricos, claro está) era el correr bestias, que podían ser toros o jabalíes como en este caso. Se trataba de forzar el ataque del animal y esquivarlo graciosamente con quiebros de la montura. A veces simplemente por estética, en otros casos para alancearlo (herirlo con una lanza o rejón) hasta la muerte.
El caso es que el señor de Vizcaya llevó a la villa doce puercos salvajes que tenía en una finca de Alviña y los soltó en un cercado dispuesto para tal fin en la plaza de Bilbao. Lógicamente, a tal evento se acercaron no solo los villanos y hombres buenos de la población, sino también los señores de la tierra llana y demás autoridades vizcaínas. Entre ellas se encontraba el ínclito don Juan de Avendaño, dueño y señor de tierras en Zamudio y la torre de Malpica, hombre aguerrido con merecida fama de pendenciero y poco partidario de don Tello como señor de Vizcaya (en otro momento hablaremos de los señores –y señoras- de Vizcaya). Con semejante público, montó su hermoso palafrén y trató de hacerlo corvetear entre los puercos. Lamentablemente, su caballo se asustó y no consintió en meterse entre los jabalíes por mucho que don Tello lo intentara.  
Cuando se excusaba del fiasco ante los presentes culpando al caballo de su fracaso, el señor de Avendaño le pidió:
- Señor, dejadme cabalgar vuestro caballo que, quiéralo o no, yo lo haré saltar por entre los puercos.
Cedió don Tello las riendas a Juan de Avendaño, convencido de que no podría vencer el miedo del rocín ante las bestias, pero no conocía bien al vizcaíno. Montó el hidalgo el corcel, ajustó el bocado y a golpe de espuela le hizo entrar al recinto de los  jabalíes. El pobre animal, despavorido, trató de evitar a los puercos y resbaló sobre el enlosado del suelo, yendo a dar con sus carnes y las del jinete por tierra. Pero no era hombre blando el endiablado hidalgo de Avendaño, sin perder las riendas, ni descabalgar del corcel caído, le hizo alzarse de nuevo y volvió a clavar los acicates en los ijares de su montura haciendo que esta vez, más temeroso el animal de su jinete que de los mismos jabalíes, saltara sobre estos de lado a lado ganándose así la admiración de cuantos contemplaban el espectáculo.
Entre aplausos, echó pie a tierra y devolvió el caballo a los palafreneros de don Tello mientras comentaba:
- ¡Menudo Señor de Vizcaya sería yo si no fuera capaz de hacer que un caballo me obedezca!
Es de imaginar como sentó aquél comentario al conde y qué le dijeron sus acólitos sobre el de Avendaño en cuanto se encontraron a solas.

Bueno, ya empiezo a enrollarme, de manera que corto aquí y dejo la resolución del encuentro de don Tello con Juan de Abendaño y la función de los maceros para la próxima semana.

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