Una anécdota que puede evidenciar tanto el sentimiento del honor y deber medievales como el ambiente de violencia y crispación que se vivía en aquellos tiempos, sería la ocurrida a las familias de Butrón y Zamudio en mil doscientos setenta y cinco.
Cuenta don Lope de Salazar en sus Bienandanzas que, en aquellos años, se encontraban
enfrentados Ochoa de Butrón e Iñigo Ortiz de Ibargoien, su primo. Habían
comenzado esta pendencia años atrás sus padres, hermanos entre sí, al disputar
sobre cuál valía más en la tierra.
Enfrentados los hermanos se enfrentaron sus gentes y
trasmitieron la enemistad a sus hijos. Se sucedieron los enfrentamientos y era
ya mucha la sangre derramada por ambas familias cuando Iñigo Ortiz de Ibargoien,
a la vuelta de uno de sus frecuentes viajes a la corte, se halló obligado a
pasar por Zamudio, población vecina a las tierras de su primo y enemigo, Ochoa de Butrón.
Temeroso de que su familiar le atacara aprovechándose de las pocas gentes que
le acompañaban, se acercó a casa de Fortún Sánchez de Zamudio, hombre de honor reconocido en toda la zona. Viejos aliados,
contó Iñigo sus miedos a Fortún y le rogó que le escoltara hasta su casa, ya
que siendo él hombre poderoso no tendría el de Butrón la osadía de atacarles si
le acompañaba en el camino a su casa. No era ésta una idea muy del agrado del
de Zamudio, que trataba de no enemistarse con ninguno de los dos pero, como el
de Ibargoien solo le pedía que cabalgase a su lado y que una vez en su casa
podría volverse llevando con él su eterna gratitud, no pudo sino aceptar, so
pena de ser tenido por cobarde y mal amigo, lo que le avergonzaría –a él y a su
linaje- por el resto de sus días. De manera que armó a ciento cincuenta hombre
de a caballo y marchó con el de Ibargoien con la firme intención de volverse
tan pronto lo dejara en campo seguro.
Lamentablemente, una vez llegados la torre de Ibargoien, Iñigo
Ortiz no consintió en dejar marchar a su protector antes de agasajarlo como
merecía y le suplicó que se quedara cuando menos a comer. Fortún se
negó en principio, pero Iñigo insistió diciéndole que consideraría una deshonra
el que se marchara de su casa sin que le permitiera agradecerle el favor. Ante tamañas razones no pudo negarse el de Zamudio, de manera que acabaron entrando los hidalgos
a la torre y sus hombres se dispersaron por los alrededores buscando matar el
tiempo mientras sus señores disfrutaban de una bien merecida comida.
Entre tanto, Ochoa de Butrón, hombre soberbio
y muy pagado de sí mismo, supo que el de Zamudio había llegado a tierras de su
primo acompañado de un ejército armado. No podía saber la verdadera razón por
la que las tropas de Zamudio se encontraban en la torre de Ibargoien, pero
consideró como una ofensa personal el que alguien a quien tenía como aliado
aportara gente armada a su enemigo jurado. Ofendido y furioso, organizó lo más
rápido que pudo a cuanta gente tenía preparada dispuesto a exterminar a
quienes consideraba le habían injuriado.
Por suerte, estaba de visita en su casa el caballero
de Arzamendi, que había llegado acompañado de su mujer y un puñado de buenos
escuderos, precisamente para tratar de poner paz entre los primos. Cuando el caballero vio
que Ochoa disponía a sus gentes para la batalla, salió a su encuentro y le
explicó que los zamudianos únicamente estaban de paso por la torre de
Ibargoien. Consiguió así el de Arzamendi calmar al impetuoso hidalgo
asegurándole que Fortún Sánchez no guardaba ninguna intención oculta y volvería a sus tierras tras la comida.
Mientras el de Butrón esperaba no muy convencido a que
volviera la tranquilidad a sus fronteras, unos hombres de Zamudio, ociosos mientras
su señor disfrutaba de las atenciones del de Ibargoien, paseaban por los
alrededores cuando se toparon con una anciana que guardaba en su cabaña un saco
de castañas.
Por hambre o aburrimiento, se acercaron hasta ella y tomaron un
puñado de aquellos frutos sin prestar atención a las protestas de la vieja. Para su
desgracia, la mujer era sierva de los Butrón y comenzó a dar voces y tirarse de
los pelos porque la robaban los de otro apellido, gritando que era una deshonra para Butrón el
permitir que saquearan a sus vasallos en sus propias tierras.
Tanto y tan fuerte
chilló, que terminaron por oírla en el interior de la casa de los Ibargoien. Salieron los hidalgos al exterior para conocer
la razón de tanto alboroto y se encontraron con la anciana que entre alaridos
reclamaba castigo para quienes habían asaltado su casa. Antes sus quejas, trataron de calmarla con súplicas y
regalos, pero solo conseguían que la mujer aumentara sus gritos exigiendo castigo para quienes le habían robado. Por el contrario, expresando las mayores
muestras de duelo, marchó hacia Butrón para darle cuenta de la injuria a su señor.
Escamado al ver marchar a la vieja, Fortún Sánchez
instó a su anfitrión para que terminaran con la comida lo antes posible y poder
así volverse con sus hombres a Zamudio. Pero, conocedor de la arrogancia del de
Butrón, también indicó a sus hombres que se apercibiesen y estuvieran
dispuestos para entrar en combate en el momento menos esperado.
Por fin, la vieja había alcanzó la casa de Butrón para dar allí rienda suelta a su rabia. Ante su señor y sus gentes mostró los arañazos
con los que ella misma había rasgado su cara y reclamó al mayor de los Butrón que
vengase la afrenta a la que los de Zamudio habían sometido a un criado de su apellido. Ochoa, el pariente mayor de los Butrón, que ya
estaba bastante escamado, ante la insinuación por parte de la vieja de que no
era capaz de mantener a sus enemigos a raya, quiso salir de inmediato para dar
un escarmiento a aquellos que se habían atrevido a entrar a sus tierras para
afrentar su nombre vejando a uno de sus servidores, aunque fuera a el último y más infame de entre ellos. Una vez más, quienes le acompañaban consiguieron convencerle de que tampoco era
para tanto la cosa y le aconsejaron que, en lugar de tomar las armas, diese a la vieja unas cuantas palabras de consuelo y un
par de monedas y diera por terminado tan enojoso asunto sin más escándalos
ni líos.
Ya parecía todo más tranquilo cuando Ochoa de Butrón, su hijo mayor, se acercó a su padre para recriminarle:
- Averguenzas al caballero de Arzamendi. Quedas ante
él, que ha llegado a nuestra casa esperando encontrarse con un señor, como un
pobre campesino sin honra ni valor.
Su padre, amo y señor de aquellas tierras y gentes, propietario y dueño de sus vidas y haciendas, se volvió hacia el joven:
- Hijo de tu madre tenías que ser... siendo hijo de
ella no podía esperarse mucho más de ti.
Al oír estas palabras, le respondió el hijo:
- Señor, pues vayamos allí y veremos quién merece en
realidad la honra en esta familia.
Sin esperar ninguna respuesta, tomó las armas, saltó sobre su caballo y salió a enfrentarse el solo con los zamudianos. Como era lógico, no podían dejarle ir solo a la muerte, de manera que tras él salió el resto de hombres de la casa dirigidos por su padre. Así, no tardó en llegar el ejército de Butrón a
Ibargoien y en el repentino asalto consiguieron abatir a dos hombres de los de Zamudio antes
de que pudieran econtrar refugio en la casa de Ibargoien. El resto se refugió tras los muros de la casa para defenderse del ataque y el de Butrón
se encontró con que no tenía medios de asaltar la torre. Enfurecido y ciego de soberbia, sin
parase a evaluar sus fuerzas, comenzó a dar voces a los encerrados tratando de herir
su orgullo para conseguir así que salieran a campo descubierto:
- Salid, salid los de Zamudio si de verdad sois caballero.
Ante semejante provocación, los sitiados no podían mantenerse en silencio, de manera que al poco salieron todos de la casa perfectamente armados.
Salió al campo Fortún Sánchez sobre su caballo de
batalla, cabalgaba a su lado Iñigo Ortiz de Ibargoien y tras ellos, el resto de sus gentes a pie. Entre los contendientes se alzaba un pequeño cerro y todos pretendían gozar de
la ventaja de atacar desde lo alto, de manera que corrieron para alcanzar la
cima. Los de a caballo se movían -lógicamente- más rápido que los peones, de
manera que se encontraron en la campa que había sobre el altozano los cinco caballeros: Fortún
Sánchez e Iñigo de Ibargoien, con los dos de Butrón -padre e hijo- acompañados
por el caballero de Arzamendi.
Cargaron unos contra los otros y en el primer encontronazo, Fortún Sanchez alcanzó con su lanza en la gorguera al señor de
Butrón arrancándolo de su caballo con el cuello destrozado. Mientras el padre caía, el
hijo alcanzó a Iñigo Ortiz de Ibargoien con la lanza en la boca arrebatándole la
vida con el acero de la moharra.
Tras el primer encuentro, revolvieron los caballos para encontrarse frente a frente Fortún Sánchez de Zamudio con el primogénito de los Butrón y el
de Arzamendi. Solo frente a dos enemigos, el zamudiano hizo
retroceder a su caballo para colocarse de espaldas a un grueso árbol y desde esta
posición se enfretó cara a cara con sus enemigos. Le atacaron ambos caballeros, pero tan reciamente se defendía el de Zamudio que nadie podía alcanzarle. Aún peleaban cuando comenzaron a llegar al alto los
peones de Butrón y ni tan siquiera estos podía acercarse al feroz caballero. Pero pese a su denodada resistencia, comenzaban a agotarse sus fuerzas a Fortún de Zamudio cuando vio acercarse al campo a su sobrino Ochoa de Sondika, un joven de veintidós años, hijo
de su hermana. Al verle con una ballesta ya armada en la mano, le gritó:
- Sobrino, socórreme.
El mozo no dudó un momento, se echó el arma a la cara
y disparó sobre el caballero que le quedaba más cercano.
El virote golpeó a Ochoa de
Butrón en el momento en que alzaba el brazo para herir a Fortún de Zamudio y, atravesando
el perpunte, se hundió profundamente en su costado. Sintiéndose herido de muerte,
giró el caballo para galopar hasta su casa seguido por Aranzamendi. Mientras,
dirimían la batalla los peones cubriendo de sangre el prado. Los de Butrón, sin
capitan que los dirigiera, fueron derrotados y cayeron trece de ellos antes de
poder retirarse a sus cuarteles.
Fortún Sánchez tomó el cuerpo de su amigo Iñigo Ortiz
y, con el máximo respeto y hondo pesar, lo transportó sobre su caballo hasta su
casa de Ibargoien. No quiso perder más tiempo y sin esperar a las exequias
tornó con su gente a Zamudio. Allí, descabalgó en el patio de palacio y entregó
caballo y armas a los criados.
Se estaba despojando de la ropa ensangrentada
cuando se le acercó su sobrino Ordoño. El joven, aún exaltado por la victoria,
señaló el carmesí que la sangre de los enemigos muertos habían dejado sobre
el perpunte de su tío y comentó:
- Aita, vichía
Queriendo decir en su vascuence:
- Padre, que hermosas joyas traes.
A lo que el veterano soldado, sabiendo las consecuencias que las
muertes de ese día atraerían a su familia, le contestó:
- Sobrino, si supieras las "vichias" que hemos ganado
hoy para tu linaje, no te alegrarías tanto como lo haces.
Tristemente, tenía razón
Fortún Sánchez. La muerte de Ochoa de Butrón y su primogénito, conllevó la
enemistad de los Butrón con los zamudianos. Luchas, hostilidades y muertes en
un longevo enfrentamiento que duraba aún en tiempos de nuestro narrador, dos
siglos más tarde.